Wednesday, May 21, 2008

Borondo

Debí haberle creído a las aves de mal agüero, cuando las avisté en el horizonte, luego circulando el cielo, y finalmente arrebatándose el cadáver del muerto. “El Barcelona ha dejado de latir”, explicaba David Torras la semana pasada, en El Periódico de Cataluña. Las directivas exploran el mercado frenéticamente para firmar una figura que apague el incendio, y Frank Rijkaard pasa sus últimos días en La Massia. Yo tuve fe en el difunto hasta el final, sobre todo por lo que había sido en vida, cuando el sol brillaba sobre sus hombros. Pero en buena parte, también, por culpa de este holandés con raíces antillanas. Rijkaard es el único de los protagonistas del levantamiento, y caída, del imperio del Barcelona Feliz de Ronaldinho, que puede emerger de la trágica catástrofe incólume, diría yo que graduado de leyenda.

Cuando ‘Frank’ llegó a Cataluña, se encontró con un equipo perdedor, que había languidecido durante más de cinco años. Apenas dos o tres jugadores de su plantilla habían ganado títulos con el Barsa. La esquizofrénica hinchada ‘culé’ estaba más deprimida que nunca, harta de figuras, técnicos y directivos por igual. En ocasiones el equipo jugaba bien, pero en el largo aliento era incapaz de prevalecer. Graves interrogantes colgaban del cuello de sus principales estrellas. Esta descripción, dirá algún hincha merengue, bien podría aplicarse a las amargas circunstancias del presente, pero, como ya se sabe, ir no es lo mismo que volver.

Barcelona floreció bajo el honrado cuidado de Rijkaard, quien como técnico dio muestras de una pasmosa tranquilidad y una irreparable vocación por el bajo perfil, temperamento diametralmente opuesto al que le caracterizó en las canchas europeas. El video de los escupitajos que le dedicó a Rudi Völler en el Mundial de Italia (1990) todavía le da la vuelta al mundo, cortesía de YouTube. En la Ciudad Condal, en cambio, pocas veces se le vio desencajado. Los enfrentamientos con el Chelsea de José Mourinho, por la Copa de Europa, en los que el holandés se enzarzó en disputas con los árbitros o el técnico rival, constituyen excepcionales reminiscencias del fogoso jugador de antaño.

Abanderado de la ‘auto gestión’ del vestuario, presumiendo la buena fe y profesionalidad de sus figuras, el entrenador respaldó a muerte a los jugadores que le devolvieron la gloria a Barcelona, incluso cuando su equipo empezó a jugar un fútbol inocuo, autocomplaciente, debilidades que terminarían condenándolo a la autodestrucción. Aunque el desenlace de los acontecimientos parece privarlo de la razón, fue gracias a los mimos de Rijkaard que Ronaldinho se hizo crack, igual que Iniesta, Messi, o Eto’o.

“En cinco años, es el único en el vestuario que se ha mantenido fiel a si mismo. Muchos de sus futbolistas no pueden decir lo mismo”, apuntaba Johan Cruyff, autoimputado ‘súper–yo’ del barcelonismo, desde su tribuna semanal en El Periódico. El respetable también indultó al técnico. En el último partido de liga en el Camp Nou, que el Barsa terminó perdiendo 3 a 2 contra el Mallorca, los escasos cuarenta mil espectadores que acudieron al templo ovacionaron a Rijkaard, pero chiflaron a Deco y a Eto’o, y repudiaron con ‘pañolada’ al presidente del club, Joan Laporta. En la previa del partido, los corresponsales que cubren al Barsa homenajearon al técnico con una camiseta naranja, con la inscripción “Mai fumaràs sol” (‘nunca fumarás solo’ en Catalán), en alusión al himno futbolístico británico “You’ll never walk alone’, y a la reconocida adicción del entrenador a los cigarrillos (ciertos caricaturistas catalanes lo dibujaban con una hoja de ‘ganja’ en el fondo). “Lo malo es que lo acabo de dejar”, tiró Rijkaard, quien se hizo célebre por el particular sentido del humor con el que aderezaba ocasionalmente sus previsibles conferencias de prensa. Cuando vuelva, lo invito a un borondo.

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