Wednesday, August 29, 2007

Barsa, el mejor

“Uno no se muere dos veces de la misma enfermedad”, es una muletilla a la que me fascina recurrir. La temporada anterior perdí una pequeña fortuna, y el poco crédito moral que todavía conservada entre mi gallada: aposté con mis amigos madridistas que el Barcelona se coronaría campeón de liga. Di lora durante todo el año sobre la superioridad y el lirismo del Barsa, bajé el himno culé de internet y lo puse en altoparlantes mientras empezaban los partidos de Champions, le restregué a todo el que se dejó la superioridad infinita de los azulgrana. Incluso mientras se acercaba el final, y ya el Madrid había superado al Barcelona en la tabla, en una remontada que recordaremos para siempre, me animé a condimentar los duelos entablados con desafíos, exceso de confianza y celebraciones anticipadas. En el entretiempo de la última fecha, con unos resultados parciales a favor, le timbré a cuanto madridista conocía en los confines nacionales. “Ahora sí llegó la hora de la verdad. Las cosas están en su puesto”, recuerdo haberle dicho a uno de ellos. Todo el mundo sabe cómo terminó la vaina. ¿Yo? Apenas atiné a apagar el televisor, el celular, y enterrarme en vida por un par de meses. Hasta que bajara la marea. Uno no se muere dos veces de la misma enfermedad y sin embargo me voy a volver a mandar.

Más de una vez me han echado en cara mi afición por el Barcelona, siendo yo nada más que un caleño del América. Empecé a enfundarme los colores azulgrana en los videojuegos, en torneos apasionantes y eternos que disputaba con mis amigos. Nunca antes le había parado demasiadas bolas al fútbol europeo, ni me había encariñado con ninguna escuadra de aquel continente. Fue a través del FIFA que conocí a fondo mis primeras alineaciones del Barsa. Aunque después aprendí que había siempre un par o más de jugadores por equipo que en realidad no se correspondían con sus clones electrónicos. Anderson, un delantero brasilero que al final de cuentas no hizo mella en la historia culé, rompía todas las redes en los partidos del play o del computador.

Ahora ya no juego más esas vainas, pero en cambio tengo una cita con la historia cada vez que rueda un balón en la liga, o en la vieja Copa de Europa. Alenté al Barsa cuando Rivaldo era la estrella y parecía que el club no se podía desembarazar de una reputación de perdedor compulsivo y talante esquizofrénico. Celebré, por allá a comienzos de este siglo, la primorosa chilena del crack brasilero ante el Valencia como si valiera un campeonato, cuando apenas aseguraba un cuarto puesto. Me quedé esperando que reventara un gran jugador como Kluivert, a quien tuve la dicha de ver jugar, y de quien fui hincha rotundo (¡!). Presencié la irrupción soberbia de Ronaldo en el panorama mundial, con esas arrancadas y ese instinto para definir que hacen parte ya del imaginario del fútbol moderno. Viví la partida de Figo, el capitán, como una traición, e incluso llegué a hermanarme con la escenita que le armaron en el Camp Nou, el día de su regreso vestido de blanco. Participé en discusiones pasadas por alcohol en infinidad de lugares, en varios idiomas, muchos de los cuales no sabía hablar, sobre la supremacía de uno, los defectos del otro, las trampas de aquel, la leche de este, el penal que no fue, el suplente que nunca metieron. Al cabo del tiempo, incluso, terminé por encontrar más de una similitud entre las cortezas constitutivas del espíritu culé y del espíritu escarlata, de la mecha.

Así que viví intensamente, lo más de cerca que pude, la transformación reciente del club catalán. Hace cuatro años llegaron, en orden cronológico, Laporta, Rijkaard y Ronaldinho. El presidente, técnico y figura del cambio. Metamorfosis. Una conjunción extraordinaria de condiciones se confabularon para que el equipo se tornara en una referencia inequívoca. Combinaba y equilibraba las dosis necesarias para hacer de su fútbol el más exquisito del planeta, y también el más ganador.

Más que eso, el FC Barcelona se convirtió en el mejor equipo de Europa. Lo ha venido siendo desde hace cuatro años. Suficientemente bueno como para revertir una tendencia histórica, instalarse en lo más alto de las competencias y emplazar los fundamentos de una nueva hegemonía europea, ignota desde los tiempos del Milán de Capelo, Gullit y Van Basten.

Me voy a volver a mandar, conforme, esta vez, con la posibilidad latente de perder. Puede llover, tronar, pueden caer sapos del cielo, pero nadie le quitará al Barsa lo que se ha ganado paseando sus formas y su calidad por los estadios de Europa. En el último año el acomodo, la suficiencia y algunas falencias en ciertas posiciones específicas, hicieron mella en el desempeño del equipo. Las deficiencias se han cubierto bien con los que han llegado. Toure para apuntalar el medio campo con un hombre grande, trabajador y criterioso (Edmislon y Motta fallaron en el intento); Abidal para darle más peso a la banda izquierda, en donde Silvinho no daba para más; Milito para mejorar el nivel de la defensa. Tres jugadores de primer nivel que llenan vacíos puntuales en el plantel, más un crack con doble filo. La llegada de Henry, un viejo sueño del presidente y la afición, podría servir para que ninguno considerara su posición en el equipo titular como fija, o, por el contrario, para terminar de desbarajustar un ambiente que se percibe similar al del galacticidio madridista. El tiempo, como siempre, dictaminará. Yo me inclino por lo primero. Difícilmente se puede conseguir en el mercado un mejor delantero que Henry, no lo hay más elegante y efectivo. Siempre se portó como un profesional y un cabecilla de grupos excepcionales. Si algún contendor tuvo el Barcelona en la calidad de su juego, ese fue el Arsenal liderado por Henry. El equipo de Londres, literalmente, le quedó pequeño a la enorme ambición cultivada con disciplina y obcecación por su padre, mientras le enseñaba los principios del juego en las duras calles de los suburbios de París. El hambre de Henry es quizás su máxima virtud.

El desafío es para el técnico, Rijkaard. Él, igual que yo, perdió crédito la temporada pasada entre los suyos. Las encuestas lo señalan mayoritariamente como responsable de la debacle barcelonista del año anterior. Se dice que no sabe cómo gestionar los enormes egos que habitan el planeta Barsa. Él no se ha inmutado, como de costumbre, y de hecho se las ha arreglado para que no se cumplan –por ahora, al menos– los numerosos rumores que aseguraban que habría un éxodo de figuras. Antes del final de la temporada pasada se daba por hecho que o bien Dinho o bien Eto’o serían transferidos a otros equipos. “No pueden compartir un mismo vestuario”, se suponía. Sin embargo, ambos harán parte del plantel y, después de un verano salpicado de señales falsas, apenas existe una leve incertidumbre alrededor de la presencia de Deco. Es una buena señal, porque significa que el Barsa ha encajado el fracaso deportivo con sentido crítico, pero sin ponerse nerviosos.

Este año me voy a volver a mandar; mi equipo es el favorito. En alguna parte leí que comenzaba una temporada histórica para el Barsa. La temporada que pondrá a prueba los galones de general, ganados en campañas memorables, del mejor equipo de Europa. El mejor no siempre gana, pero siempre se sabe cual es. El mejor es el Barsa.


Palomo