Monday, July 12, 2010

Iniesta de mi vida

El gran momento de este Mundial, de este gran Mundial que todavía refulge en la inmensidad, fue la celebración del gol de la final. Casi dos horas después de que comenzara a rodar la “jabonosa” pelota de Adidas (via @EduardoGaleano), Andrés Iniesta acudió a su cita con la eternidad. El hijo de Fuentealbilla, amigo fiel del segundo plano, diríase incluso persona aburridora, conecta un centro de Cesc Fábregas, compañero de escuela futbolística, ADN Barça, y convierte a España en campeona del mundo por primera vez. Acto seguido, se descubre la camisilla interior, en la que ha escrito un mensaje para Dani Jarque, amigo entrañable, fallecido un año atrás, en la habitación de un hotel turinés, durante el stage de pretemporada de su equipo, el Espanyol. Español y Barça son los clásicos rivales de patio, con el añadido de que su enfrentamiento se ha cargado con tintes políticos, síntomas del malestar social catalán. El último partido entre los dos, el último derby, celebrado en el nuevo estadio del Español, fue la puesta en escena de una animosidad exacerbada, que trascendía las esferas del deporte. Las crónicas deportivas transmitieron un ambiente caldeado, efervescente, inquietante.

Justo el sábado, un día antes de la final en Johannesburgo, se congregaron más de cuatrocientas mil personas en las calles de Barcelona para protestar los recortes al estatuto normativo de la entidad autonómica catalana. “La marcha deriva en un acto independentista”, reza el subtítulo de la nota @El_País.com. Mientras vibran enardecidas las heridas de tantos años, en Sudáfrica un jugador del Barcelona, el único que no es catalán de los canteranos culés que juegan en la selección, le daba a España una plaza en el olimpo futbolístico. Y al hacerlo, recordó a su amigo fallecido, capitán del equipo rival. Con este puente tendido entre trincheras sociales, se terminó un mundial que huyó de las estrellas, coqueteó con suramérica, amó a Uruguay y representó a Sudáfrica. Con una manera de ganar que hasta el final tuvo que ver con una manera de jugar, de vivir, la vida misma, la propia. “Iniesta de mi vida”, gritaba José Antonio Camacho, ex técnico nacional, mientras su colega en la transmisión radial narraba lo que acontecía. Andrés Iniesta, España. Los héroes perfectos de la historia.

“Yo pediría un aplauso fuerte para un equipo que no solo ha sabido ganar, sino que lo han hecho muy bien”, dijo Vicente del Bosque durante la ceremonia de bienvenida de los campeones a Madrid. “Y no sólo es ganar, sino también cómo se gana. Y ellos han sido un ejemplor para todos nosotros. Un aplauso para ellos.” Pues eso, don Vicente. Un aplauso. De pie.

Saturday, July 10, 2010

Del toque–toque al tiqui–taca

Ya se está acabando el mundial, ya se va acercando la hora en la que todos nos recibimos de técnicos infalibles: cuando la pelota deja de rodar.

En el camino, por supuesto, se quedaron tantas predicciones erróneas, tantos juicios baldíos, tantas descalificaciones apresuradas. Suficientes como para que reinara el silencio. Cuando el fútbol cuadra caja, somos todos unos cretinos. Pero también somos necios incorregibles, presumidos impenitentes. Pase lo que pase, siempre tendremos algo que decir, apuntándole a una verdad esquiva, quimérica, completamente ajena a nuestra naturaleza humana.

Hecha la advertencia de rigor, procedo.

Para mí, éste fue un Mundial marcado por las efemérides de la inolvidable participación de Colombia en Estados Unidos 94. Se cumplieron dieciséis años de aquello, una verdadera hecatombe a la colombiana: del absurdo favoritismo al que nos lanzamos con ansioso desespero al salvaje desenlace que terminó costándole la vida a Andrés Escobar. “Todo el mundo dice que a Andrés lo mató el fútbol”, se le oye decir a Francisco Maturana en el excelente documental sobre el tema, The Two Escobars, que transmitió hace poco ESPN. “Yo digo que no. Andrés era del fútbol, pero lo mató la sociedad”.

Comparto plenamente el análisis de Maturana. En su momento, participé tanto de la ridícula euforia como de la indignación homicida con la que asediamos a esa selección Colombia. No había lugar ni a lo primero ni muchísimo menos a lo segundo. Tuvieron que pasar dieciséis años y un documental de unos hermanos gringos –los Zimbalist– para que yo me enterara de esa puñetera verdad.

En lugar de disfrutar a pleno con una extraordinaria generación de jugadores, en lugar de valorar en su justa medida los inobjetables aportes de la inefable ‘rosca paisa’ que nos condujo hasta la gloria y que nosotros a cambio vilipendiamos hasta la náusea, nos pudo ese apetito insaciable, ese arribismo aniquilador que terminó convirtiéndose en nuestro sello de identidad nacional. Despreciamos el fútbol de toque, la lentitud del Pibe Valderrama, la fácil sabiduría de Maturana. Nadie nos había dado lo que ellos consiguieron, pero nosotros de inmediato quisimos más, siempre más.

“Que no nos confunda el pasado: el fútbol es muy cruel con los que se confunden”, advertía recientemente Vicente del Bosque, técnico del seleccionado español, a propósito del favoritismo que rondaba a su equipo. Obnubilados por el episodio irrepetible del Monumental, el 5 por 0 a Argentina que le hizo tragar sus palabras a Diego Armando Maradona, creímos que estaba todo hecho. Confundimos una hazaña con la normalidad, nos instalamos en la victoria, siendo una nación de perdedores. Esa tendencia esquizofrénica, lo tengo claro, hace parte de nuestra herencia española. No conocemos de puntos medios, solo nos apuntamos a la épica o a la tragedia, nunca a la novela.

Así era España también: lo demostró en muchas competencias internacionales. Llegaba haciendo ruido y se desinflaba en cuanto la presión aumentaba. Hasta este mundial, de hecho, no había alcanzado nunca una semifinal. Mientras se acercaba el verano, la pregunta que nos hacíamos todos en el planeta fútbol era si la selección española iba a refrendar su favoritismo o si se iba a dejar llevar por esa tendencia histórica, por su gen perdedor. Dos años atrás, de la mano de Luis Aragonés, había dado un paso de gigante para superar esa tara histórica al llevarse el título de la Eurocopa con un fútbol exquisito y categórico. En el siglo subsiguiente, bajo la conducción de Del Bosque, la selección apenas perdió un partido.

Como era de esperarse luego de semejantes antecedentes, los aficionados y periodistas españoles encararon el mundial de Sudáfrica absolutamente instalados en su papel de favoritos, haciendo cuentas alegres sobre cómo sería su paseo triunfal hasta la final, subestimando rivales 'menores' como Suiza o Chile. Repetían mansa, estúpidamente, los errores del pasado. Como era de esperarse, también, la derrota ante Suiza, en el primer partido del torneo, tuvo un fuerte sabor a dejà-vu: se dispararon todas las alarmas. Pero algo había cambiado en el ‘ethos’ español, especialmente al interior de ese grupo de jugadores. A pesar del ruidoso entorno, de alguna manera el núcleo de la selección supo mantener la calma y la confianza necesarias para no dejarse descentrar. Es un proceso que habrán de desmenuzar los sociólogos y eruditos de similares pelambres, pero del cual Vicente del Bosque tiene una muy definida intuición. De ahí su palabras: “que no nos confunda el pasado: el fútbol es muy cruel con los que se confunden”.

La nueva identidad del fútbol español, cosas de la vida, tiene mucho que ver con la señales distintivas de la selección de Maturana. Un estilo definido por las combinaciones al infinito, una cuidadosa e intrincada sucesión de pases en búsqueda del camino hacia el gol. Xavi Hernández en el papel del Pibe Valderrama. Su tiqui–taca viene a ser algo así como nuestro toque–toque remasterizado. En ese sentido, hay una estadística reveladora, que me encontré ayer en la cuenta de twitter de @optajean: el promedio de pases por partido de la selección española en Sudáfrica es 617. Un montón, por supuesto. Más que los demás equipos del Mundial. De hecho, en ese registro sólo la supera un equipo en la historia: la selección Colombia de Estados Unidos, con 653.