Friday, May 27, 2011

Back to Wembley


Casi 20 años después, el Barça regresa a Wembley, el escenario donde el club se sacudió el maleficio que le tuvo paralizado en una especie de adolescencia institucional – pleno de inseguridades, exageradamente emocional, ciclotímico– durante buena parte de su historia. Aquel bombazo de Ronald Koeman ante la Sampdoria no sólo colgó la primera estrella europea en el firmamento culé, sino que marcó el paso a la adultez del club catalán.

Esa final de la Champions también fue un rito de iniciación para Josep Guardiola, uno de los integrantes más jóvenes de aquel plantel. Como canterano, el volante del Barça intuía mejor que nadie el tremendo significado de ese momento en la historia del club. “Notabas la tensión”, recuerda Guardiola, en un relato recogido por una revista holandesa y que reprodujo recientemente El Periódico, “y con todos esos jugadores tan experimentados que se cagaban, ¿cómo piensas que estaba yo? Era un chaval y estaba a punto de jugar la final. ¡En Wembley! Pura historia, el templo del fútbol, con un césped increíble. Y yo estaba ahí, con 21 añitos.”



El tiempo reglamentario del partido se esfumó sin que se rompiera el empate a cero y, a medida que se acercaba la posibilidad de definir el campeón en la tanda de penales, el terror se apoderaba de Guardiola. “Les tenía pánico. Pensaba: 'otra vez no, por favor'. Como chaval en La Masia había vivido lo del 86. Fue un drama para el equipo, para el club, para toda Barcelona y también para nosotros, los chicos del fútbol base.”

Pep se refiere a la final de la Copa de Europa disputada en Sevilla entre el Barcelona y el Steaua de Bucarest, a la que el conjunto blaugrana llegó como claro favorito. El empate se dirimió con una serie de penales dramática que erigió en héroe al arquero del equipo rumano y sumió al Barça en la depresión.

Es fácil imaginarse cómo estos antecedentes lastraban el ánimo blaugrana en la previa del partido de 1992. Guardiola lo recuerda vívidamente. “En Wembley todos pensamos en ello, en aquel fatídico 86, por supuesto. ¡Un club tan grande y nunca había ganado la Copa de Europa! Podíamos ser los primeros y no podíamos fallar. Otra vez, no.”

De ahí que el ahora técnico del Barça rechace de plano las comparaciones de su equipo con el Dream Team, un precursor de la historia culé. La victoria del 20 de mayo de 1992, con un gol caído a escasos minutos de que se cumpliera el tiempo complementario, fue una gesta sin precedentes. Un hito que sirvió como fundamento para todo lo que estaba por venir, para esto.

Entre los titanes que participaron en esa batalla, emerge por encima de todos la figura de Johan Cruyff, el patriarca del Dream Team. Según la leyenda, el holandés despidió a sus jugadores con una sola consigna antes de que saltaran al césped de Wembley: “salid y disfrutad”.

La idea fascina por irresponsable, por atrevida, por purista. Porque evoca la esencia lúdica del fútbol –que fue el principal activo del juego en su etapa ‘amateur’ y lo primero que se sacrificó con el avenimiento del profesionalismo–, y porque desplaza a un segundo plano a la victoria, objeto de tantas obsesiones, fin que se disfraza de motivo.
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“La propuesta del Barcelona es contracultural”, aseguraba el periodista Santiago Segurola en una conversación con su colega catalán Martí Perarnau, orquestada por el canal Barça TV. Y sí. Suena rimbombante, presuntuoso, pero no por ello es menos cierto. Mientras la tendencia mundial era que los futbolistas fueran cada vez más atléticos, en La Masía –el sistema de divisiones inferiores del Barcelona– se forjaban a fuego lento y con esmero artesanal jugadores como Xavi o Iniesta, cuyos atributos nada tenían que ver con el despliegue físico, la estatura o la velocidad. Jugones, les dicen en España: futbolistas que se llevan de maravilla con la pelota aunque no sean portentos de la naturaleza como Cristiano Ronaldo.

Tampoco se compadece con la lógica prevaleciente que el Barcelona le haya dedicado tanto tiempo, energías y recursos a su cantera. Que a pesar de los vaivenes deportivos e institucionales, las personas que estuvieron a cargo de tomar las decisiones en el club mantuvieran la estabilidad y la coherencia del fútbol base durante todos esos años (cerca de treinta). Que construyeran sobre lo construido, que mejoraran lo encontrado, que desarrollaran los principios rectores del proyecto. Y no se compadece con la lógica prevaleciente, porque los resultados de una inversión de ese tipo no son instantáneos, y porque en el fútbol –como en muchas otras actividades humanas– lo habitual es que se prefiera borrar y empezar de nuevo, que se sucumba al 'yo sé más que el que me precedió', eso que Jesús Antonio Bejarano llamaba el ‘síndrome del génesis’.

Quizás la máxima expresión de esa rebeldía con causa del Barcelona sea la fidelidad al concepto, la devoción a la forma, a costa incluso de los resultados. “Salid y disfrutad”. Es que eso es brutal, ¡es lo más! Es de un fundamentalismo, de una puridad extrema que fácilmente puede adquirir visos de cruzada moral.

Yo entiendo que cuando Xavi dice “ganó el fútbol” al final del clásico con el Madrid, se refiere a eso. A que el rival sólo quiere ganar y el Barcelona, en cambio, lucha por una idea. También es comprensible que una aseveración de ese tipo cause resquemores. Al fin y al cabo, hay muchas maneras de jugar, muchas acepciones de belleza, muchos principios por los que vale la pena batirse a duelo. Además, las cosas no son tan simples. Al contacto con la realidad, todo se ensucia. Nadie puede tirar la primera piedra.

El caso es que mañana, el Barça juega de nuevo la final de la Champions. Dos décadas después de la noche en que se hizo adulto. Ha cambiado, por supuesto, pero sigue creyendo en lo mismo. No reniega de su idealismo juvenil, ni se ha acomodado en una vida de transacciones. Todo lo contrario: ahora es más radical. Del once titular que saltará al campo de esa catedral del fútbol, entre siete y ocho serán jugadores formados en las categorías inferiores del club catalán. Tres de ellos –Messi, Xavi e Iniesta– fueron elegidos en enero los mejores del mundo. Ninguno mide más de 170 centímetros pero se podría recorrer el planeta sin encontrar un futbolista más grande.

En medio de esos titanes modernos, emerge la figura de su entrenador, el hilo conductor, el vaso comunicante entre aquella primera noche de gloria y esta etapa fulgurante. Josep Guardiola regresa a Wembley. Con historias así, lo de menos es el resultado.

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