Saturday, September 22, 2007

Voy detrás de la Mecha

La última vez que vi a Pulga fue antes de que se fuera de Bogotá, en su despedida. Me preguntó por el América, como cada vez, y nos acordamos de que esa misma noche había clásico. Así que dejó solos unos instantes a sus amigos cachacos, espantó a su tío que veía una película, y nos sentamos a ver el cotejo.

Terminó empatado, y se configuró una racha de más de dos años en la que la Mecha no le gana un clásico al Cali. ¿Me importa? Mucho menos que otros aspectos de la crisis escarlata. Hace rato que le digo a mis amigos americanos, entre ellos a Pulga, que se acostumbren, que vamos para rato. Que vamos, incluso, para la B. Si llega el día (toco madera, bendito), creo que estoy preparado.

Ha pasado mucha agua por debajo del puente para ser capaz de enfrentar un escenario semejante con naturalidad. Me tocó crecer con una historia totalmente distinta, a la que también me fui acostumbrando. Me tocó ganarle siempre al Cali. Siempre. Por una razón o por otra, cada vez que había que salir de los azucareros (en las finales nacionales, en los pareos coperos, enfín), se salía de ellos. Mis compadres de enfrente se lo adjudicaban, cómo no, a sobornos e interminables teorías de conspiración (según ellas, por ejemplo, el Gato Fernández, arquero verdiblanco, se vendió por lo menos en una ocasión a los dólares de Miguel). El caso es que ganábamos siempre, y para mi fue devaluándose la enconada rivalidad implícita en el clásico (el “aquí no se puede empatar” del maestro Varela). Llegué a ningunear al rival, la envergadura del enfrentamiento, y adopté a Nacional como némesis sustituto. Como los paisas tenían su propio traqueto a bordo, el emparejamiento era más equilibrado.

Ahora Pablo Escobar está muerto y Nacional ha hecho la transición del capo al patrón de Carlos Antonio Vélez (el ‘cacao’ Ardila Lulle) sin mayores turbulencias, mientras Miguel Rodríguez se pudre en una cárcel de Estados Unidos, cuya precaria justicia sustituye a la nuestra, inexistente, y el América es otra vez la Mechita. La caía del cartel significó el fin de la hegemonía escarlata; nuestra época de gloria terminó, igual que la leyenda de Cali, la sucursal del cielo.

Esto que vivimos ahora, este tímido despertar del equipo bajo la égida de Diego Édison Umaña, es un espejismo, una inevitable reminiscencia de lo que se fue para no volver, la patada de un ahogado. Disfrutémosla, pero no la confundamos; seguimos atados a la suerte de los Rodríguez. Hasta que no se corte el cordón umbilical que nos une, no podremos volver a nacer, seguir adelante. Incluso entonces, lo más probable es que el equipo caiga bien en las manos de oportunistas incompetentes y se convierta en un remedo de equipo grande (Millonarios), bien en las de capos de segunda generación, reencauchados en paramilitares (Cúcuta, Medellín) .

Porque la suerte del América está atada, primero que con la suerte de Miguel, con la suerte de Cali. No la ciudad señorial y cívica en la que habitan los prósperos terratenientes de siempre (esa es para los hinchas del Deportivo), que igual dejó de existir hace tiempo (si es que alguna lo hizo allende sus añoranzas bucólicas), sino la gigantesca capital que se debate entre la corrupción generalizada, la indignidad de su miseria, la guerra callejera de la coca, y la infinita autocomplacencia de aquellos capaces de hacer la diferencia pero que se conforman con mantener las diferencias. Esa relación primigenia entre el club y la ciudad que lo parió constituye su principal activo, es la cuota inicial de su grandeza.

Tuvo que arder el rancho, tuvo que venirse abajo el imperio del Cartel, para que yo pudiera entrever esa terrible verdad que me liberó. Ya no voy tras los títulos, sino tras la Mecha, la pasión que hace vibrar al pueblo. ¿América ya no gana los clásicos? Me conformo con que el Deportivo Cali tampoco se quede con los títulos. Por fortuna, y como de costumbre, los azucareros casi nunca me defraudan.

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